En los últimos 20 años el packaging ha vivido una revolución silenciosa, que no ha acaparado ningún titular explosivo y se resume en un cambio conceptual sobre su utilidad. Históricamente, el envase surge como una fórmula para facilitar la protección y transporte del contenido. Sin embargo, con la proliferación en las últimas décadas de las teorías sobre marketing y branding, el packaging ha pasado a convertirse en una herramienta empleada para crear imagen. Las teorías respecto a los hábitos del consumo demuestran que el potencial comprador toma una gran parte de sus decisiones ante el lineal del punto de venta. Y en esa batalla, al margen de otros factores como las promociones o la imagen de marca, pesa de forma decisiva el diseño y la presentación del producto.

Pese a que ya existe un buen número de empresas en España dedicadas al diseño del packaging (bien al 100% o bien como una actividad secundaria u ocasional) no se ha experimentado todavía una explosión en el sector, lo que viene a demostrar que se está lejos de alcanzar su madurez. Mientras que en los últimos años la logística se ha incorporado con todos los honores a la lista de preocupaciones de una compañía a la hora de lanzar un producto, el packaging se percibe todavía como algo secundario, aunque, a espejo de lo que ya ocurre en el resto de Europa, poco a poco va calando la idea de que para vender un producto éste ha de ser bueno y estar bien presentado.

El envase se presenta como una forma para transmitir valores de la compañía (como la sostenibilidad, empleando materiales reciclados o eliminando determinados componentes no bien vistos por la opinión pública) y ayudar al consumidor (sistemas que facilitan la apertura o el transporte), pero sobre todo es un método para conseguir una respuesta emocional en el cliente final, un aspecto que es el santo grial de cualquier marca de consumo.